Papá es peronista. Pero de alguna línea medio enreverada que no logro descular del todo: no le gusta el fútbol (asumo que lo debe jugar bastante mal), y detesta a Maradona.
Me da antipopular.
Pero no.
Papá es, efectiva y afectivamente, compañero.
Lo ví pelearse con bienudos y bienudas de Chivilcoy y Mercedes, hacerles un bollo en la cara con sus panfletos armados para un ideal de mercado que se terminó 1870 y un país que cambió en 1945, y darles cátedra a mis hermanos de 9 y 13 años, con exactamente los mismos argumentos que yo hubiese utilizado.
Lo he visto defender con pasión y peronismo recalcitrante a su hija, peronista y militante, frente al cuñado gorila cuando el cumpleaños familiar se volvió otro frente de combate por la reestatización de las jubilaciones.
Lo he visto emocionarse hasta las lágrimas con una edición de La razón de mi vida, regalo del día del padre.
Así como mamé en la mesa la doctrina justicialista, mamé lo antifútbol, y lo anti-maradona.
Pero no pude evitar contagiarme de esa euforia de la religión maradoniana, como no pude evitar el contagiarme la euforia racinguista de la familia materna, ni pude evitar enamorarme de una canción de Nestor en Bloque que se corea en el local de Avellaneda los días del niño.
Antipopular, las pelotas.
A los que profesen la religión del 10, Feliz Navidad.